El mundo perdido de los Seattle Supersonics
Equipos míticos que no lograron el campeonato (V).

Esta es la historia de uno de los mejores equipos de los años 90. Uno que no llegó a rematar faena por mero infortunio temporal y que, por posterior migración geográfica, tampoco recibió todo el crédito que merecía. Recuperamos hoy, en un nuevo episodio de la serie Equipos NBA sin anillo, la huella de los Seattle Supersonics que ganaron 357 partidos (total de 492) a lo largo de seis temporadas triunfales y que alcanzaron uno de los dos mejores récords del Oeste hasta en cuatro ocasiones durante tal período; aunque solo en dos cursos llegaran a las finales de conferencia y en uno a las de la NBA.
Sí, aquellos irreverentes, eclécticos y eléctricos Seattle Supersonics que a muchos robaron el corazón entre 1992 y 1998. Los de Gary Payton y Shawn Kemp, que consiguieron la 26º mejor marca de la historia en temporada regular (64-18). Otro vestuario histórico al que solo Michael Jordan y los Chicago Bulls pudieron distraer para no estrenar vitrina en las Finales de 1996. Aun sin título, imprimieron cantidad de conductas y momentos inmortales. Su recuerdo permanece como uno de los mejor guardados de la década a la que pertenecieron.
El comienzo
Ese proyecto de mecha simplificada, muchas veces a punto de explotar, aumentó de velocidad con la llegada de George Karl al banquillo, comenzada la segunda mitad de la temporada 1991-92.
Los Seattle Supersonics no terminaban de replicar la mejor de las herencias después de haber sido campeones en 1979. Habían llegado a semifinales y finales de conferencia entre 1987 y 89 pero, después, dos temporadas seguidas con récord de 41-41 apagaron la recuperación. Era el proyecto que encabezaban Dale Ellis, Xavier McDaniel, Tom Chambers o un joven Nate McMillan —hoy entrenador de Indiana—. Reunía el mejor de los géneros, pero no alcanzaba todo el caudal que se podía esperar.
En esa época, la NBA estaba abocada a una reestructuración profunda. El dominio de Celtics, Pistons y Lakers se había extinguido. La Liga pertenecía ya a Michael Jordan; sin embargo, en el Oeste el poder permanecía abierto, sin reclamar, con bastantes equipos dispuestos a recoger el testigo angelino.
La citada temporada 1991-92 había comenzado con claroscuros: récord de 20-20. Por eso, los Sonics decidieron tirar la casa por la ventana y repatriar a George Karl, que se había ido a hacer ‘las Europas’ para entrenar al Real Madrid.
Karl había sido jugador en la ABA, y también después de la unificación, en los San Antonio Spurs de los 70. Nunca pasó del molde de base más bien ralo; jamás por encima de 20 minutos o 4,1 asistencias. Su futuro no estaba en las canchas (solo cinco temporadas) y por eso nada más retirarse se proclamó entrenador asistente. Después, experimentó cuatro cursos NBA como técnico jefe, en Cleveland y Golden State, pero nunca levantó un balance de resultados prometedor. A lo sumo un 42-40 en la Bahía. Pese a su estrecho pedigrí y migración al Viejo Continente, Bob Whitsitt, célebre arquitecto de aquellos Sonics, decidió apostar por George Karl. Intuyó en él la capacidad de exprimir el jugo del joven núcleo que reclamaba las llaves del equipo.
Karl había entrenado también en la CBA —competición que por entonces rivalizaba con la NBA—. Allí había tenido éxito (50-6 con los Albany Patroons) merced a un estilo de juego abierto y veloz. Además, para su entrada en Seattle se había acompañado del gurú defensivo Bob Kloppenburg, lo que completaría la ecuación con un juego de retaguardia de lo más preparado. Todo encajaría, a la postre, de maravilla en los nuevos Sonics, que habían pescado por el camino dos auténticas capturas de museo que tocaba pulir con suma destreza.
Porque antes de la llegada del entrenador, los Sonics habían podido rescatar dos jugadores de época que aportarían gran parte del brillo en años venideros.
1989: el draft de Shawn Kemp
Los Sonics pisaron semifinales de conferencia en 1989 y por ello no obtuvieron habitación con vistas de cara al draft. Se las ingeniaron para intuir oro a kilómetros de profundidad y apostaron por un jugador aún verde pero con muchísimo que ofrecer.
Desde la posición número 17, y como gran robo de aquella edición junto a Tim Hardaway (14 por Golden State) o Vlade Divac (26, Lakers), Seattle hizo subir al escenario al ala-pívot, Shawn Kemp.
Se decía —con los años se aceptó dicha versión— que Kemp dio el salto directamente desde el instituto, sin embargo su experiencia pre-profesional resultó mucho más compleja. No es que Shawn llegara al draft directamente desde su Indiana natal, sino que tuvo la peor de las experiencias como universitario y no le dejaron debutar.
Al terminar sus días de instituto, Kemp se comprometió con la Universidad de Kentucky. Para ruina de su vida en el campus, suspendió el examen de acceso a la universidad en Estados Unidos (SAT) dos veces y quedó, por tanto, sin licencia para disputar ninguna competición oficial. O sea, formaba parte práctica de los célebres Wildcats, residía en la universidad pero no podía disputar competición alguna porque oficialmente no pertenecía al equipo. Algunos artículos periodísticos de la época recuerdan cómo fans de equipos rivales se afanaban en vociferar las siglas “S-A-T” para desmoralizar al entonces adolescente deportista.
Para redondear su annus horribilis en el marco de la educación superior, Shawn fue acusado de robar y empeñar unas joyas propiedad de su compañero de equipo (e hijo del entrenador) por valor de 700 dólares. No se presentaron cargos contra él, pero el escándalo forzó su tránsito a otro centro. Quería escapar de la exposición pública; por eso terminó en el modesto Trinity Valley (Texas). Tampoco podía jugar a baloncesto pero al menos completaría su ciclo colegial en un ambiente menos enrarecido.
Pasó allí menos de seis meses y después, sin debutar en la NCAA, se declaró elegible para el draft. No podía más con su ingreso en las aulas, quería ser profesional y dejarse de bibliografías. Emitió Kemp aquella maniobra en una época en la que todavía no resultaba tan frecuente el transbordo a la NBA sin debutar en competición universitaria; antes de que Kevin Garnett convirtiese esta práctica en moda, en 1995.
La infancia de Kemp había estado ligada al baloncesto desde el principio. El deporte resultó el escape ideal para salvaguardar su mente tras la separación de sus padres, cuando él era muy pequeño. Su hermana, Lisa, también jugadora, le introdujo y al principio el único anhelo de Kemp constaba en superar las destrezas de su particular mentora.
Por su extrema devoción y habilidad en el baloncesto, el año freshman sin estrenar resultó un auténtico calvario para él. “Fue un gran error”, enunciaba su técnico del instituto (Concord High School), donde Shawn derribó todos los récords habidos por partido, temporada y carrera. Se desquitaría de su desengaño en las aulas llegando a la NBA con 19 años, edad de lo más madrugadora en aquellos finales 80. Entonces, a ese tipo de jugadores se les consideraba demasiado crudos, faltos de cocción. Incluso carne de descarrilamiento posterior. Por eso ninguna franquicia apostó por él en los puestos de lotería (Pervis Ellison fue número uno o Danny Ferry el dos) y el regalo le cayó a los Sonics.
Como todo adolescente entre adultos, el aterrizaje de Shawn Kemp en la NBA no resultó una alfombra roja. Pagó la novatada: 6,5 puntos y 13,8 minutos como estreno en un equipo que ya contaba con aleros importantes como McDaniel o Derrick McKey.
“Si funciona, puede ser una mezcla de Dominique Wilkins y Charles Barkley. Y si no, bueno, siempre puede volverse a la universidad”, decía Whitsitt, el gran ideólogo de aquellos Sonics; poco menos que el creador.
Grácil comunión de fuerza bruta y atletismo salvaje, Kemp se abriría hueco en la Liga a partir de su segunda temporada (15,0 puntos y 8,0 rebotes), ya como titular y jugando más de 30 minutos por velada. Su eclosión resultaba el preludio de la edad más fértil de la organización en mucho tiempo.
Además, desde la campaña sophomore de Kemp (1990-91), había contado con la mejor de las compañías en el puesto de base. Otro estandarte de cara a años venideros y futuro hall of famer.
1990: Gary Payton, a bordo
La añada 1989-90 no había implicado ningún desastre (41-41). Los Sonics quedaron fuera de playoffs pese a contar con idéntico récord que el último billete (Houston) a las eliminatorias. La fortuna sonrió de otra manera.
Con probabilidades menores que el resto de franquicias —once en total— en la lotería del draft, los Sonics se hicieron con la segunda elección del certamen en 1990.
Puro azar, un infinito golpe de suerte que cambiaría el sino de Seattle. Se harían con Gary Payton, un base oriundo de Oakland que había disputado cuatro años, el ciclo completo, en la Universidad de Oregon State.
Payton era una bomba y llegaba con el mejor de los carteles. Tanto por su rendimiento (25,7 puntos y 7,8 asistencias en su última temporada, senior) como por la embriagadora personalidad que exhibía ejerciendo el oficio.
“Es un matón de barrio. Como un rastreador, siempre está por ahí en la cancha buscándote. Pero creo que cuenta con más respeto que nadie en esta liga”. “No hace ningún daño con su trash, es todo parte de su enorme competitividad. No se mete en peleas porque respalda todo lo que dice. No está por ahí diciendo de todo y luego juega como un blando”. Todo eso decían de él rivales de su época en la universidad, donde Payton había descascarillado todas las marcas existentes: medallas individuales sin fin dentro de su conferencia, récord absoluto de puntos, canastas, triples, asistencias y robos en su propio centro y hasta portada de la prestigiosa revista Sports Illustrated como mejor jugador universitario del año. Lo tenía absolutamente todo, incluido un carácter y lengua de calibre 55.
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