Aviso: si piensas ver ‘El rey león’ dentro de poco salta hasta el apartado “Un abismo evolutivo”.
Enrique Bajo.
“Cambiar es bueno”.
“Sí, pero no es fácil”.
El pasado 19 de julio y 25 años después de que Disney presentase al mundo al mejor villano de la historia de la animación, nos maravillara con uno de sus trabajos más exquisitos tanto nivel guionístico como audiovisual, y nos machacara con una de sus muertes más duras, la vieja fábrica de sueños —ahora con una nueva sección, El engendro de los remakes— se preparaba a hacer caja aferrándose, una vez más, a la infalible y cada día más sobreexplotada fórmula de la nostalgia en formato Live Action. Y lo hacía, además, con el reto de doblar en afluencia y multiplicar los beneficios de lo ya conseguido en otoño de 1994.
Pues ¿cuál de los ahora padres (y tíos) que sucumbieron embobados al Nants ingonyama (o ‘Ahh cigüeñá!’, según barrios), se permitiría caer en el sacrilegio de privar a su prole de adentrarse, entre palomitas, en el reino de Mufasa, el cementerio de elefantes y el paraíso perdido de Pumba y Timón… ahora recreados en carne, hueso e inmejorable fotorrealismo?
De adaptación, no obstante y por más que arrastre ese sobrenombre, la película tiene poco. ‘Calco tecnológico’ sería una descripción más acertada. Sin embargo, en las pocas licencias que se permitió Jeff Nathanson, el elegido para reescribir el guión original, sí que se atrevió con una osadía a modo de extirpación imperdonable.
De entre las diversos consejos y enseñanzas que traía consigo El rey león, Nathanson optó por obviar la que daba razón de ser y apertura al tercer acto, la que motivaba el regreso de Simba a las tierras de su padre (ahora en poder de Scar) y, nada más y nada menos, la que devolvía el espíritu y el carácter de héroe a un personaje que deambulaba perdido casi desde el comienzo del metraje.
Aquel diálogo magnífico, aquel bastonazo sin piedad de Rafiki seguido de un no menos burlón “¡No importa, está en el pasado!” y que daba pie entonces a la breve pero esencial charla entre primate y felino y que hacía entender a un Simba sincrético que había llegado la hora de enfrentarse al fantasma de su pasado.
Pues, queridos lectores, escena borrada. Eliminada. Caput. Un pecado, como digo, garrafal e intolerable por dos razones. En primer lugar, por la escena en sí misma: divertida, pedagógica y genial. Y en segundo porque, un cuarto de siglo después, la moraleja sigue estando totalmente viva.
Un abismo evolutivo
Cambiar, a menudo, puede ser algo bueno. Pero no cambiar por cambiar como acción caprichosa y arbitraria; sino como reacción a un cambio anterior en el entorno que exige o aconseja el nuestro, casi a modo de adaptación darwiniana.
Pero el joven y desorientado Simba tenía razón. Y ni El rey león de 2019 ni siquiera ventilarse ¿Quién se ha llevado mi queso? en compañía de un buen ramillete de San Isidros pueden remediarlo en ocasiones: cambiar, por más que uno quiera, por más que uno lo intente, por más que uno lo ansíe con todo su ser, no siempre es fácil.
Que se lo digan a Dwight Howard.
Regreso a L.A.
El no tan flamante pívot de los Lakers, está de regreso a la que fugazmente fue su casa (2012-13) y de la que salió por la puerta de atrás, solamente porque con esos deltoides no cabía por la poterna del gato.
Llegaba para ser la guinda de un proyecto donde Metta World Peace era el nervio, Pau Gasol el corazón, Kobe Bryant el alma y Steve Nash la leyenda. Decir que el subestimado Antawn Jamison fue el mejor durante muchas noches, basta para entender que aquel proyecto de estrellas en declive estuvo muy lejos de emular al de Payton, Malone, Kobe y Shaq que logró alcanzar las Finales de la NBA en 2004.
Howard, aquejado de fuertes problemas de lumbares, nunca se pareció a la bestia que sostuvo durante ocho años el orgullo de Orlando. No obstante, por su hoja de servicios (17,1 puntos, 12,4 rebotes), uno difícilmente lo adivinaría. Es cierto que se trató de su peor promedio de anotación en siete años y reboteador en seis. Pero también lo es que, lejos de su mejor estado de forma y recién operado en el verano de 2012, logró firmar una de las mejores campañas taponadoras de su carrera (2,4 por noche).
Garante de doble-doble
Y en esto, en los números, el jugador 33 años (34 en diciembre) ha mantenido siempre una línea casi intachable. A excepción de su último año en Houston (y sin contar los nueve encuentros en los Wizards del curso pasado), Howard ha promediado un mínimo 10 rebotes en todas sus temporadas en la NBA; 12,5 en Charlotte y 12,7 en Atlanta entre 2016 y 2018 como símbolos más recientes. De los 12,6 que maneja de promedio en quince años como profesional, 3,5 de ellos son rebotes ofensivos… casi a la altura, estableciendo un paralelismo actual, de los 3,8 que ha promediado Kanter —top en este apartado— en sus dos últimos años. Insistimos: Howard, 3,5 de promedio tras QUINCE AÑOS en antena.
Las puntos fuertes de Howard, de simplificarlos, responden a un perfil bidimensional; es decir, se compartimentan en dos tremendas virtudes. Finalizador e intimidador/taponador. Descomunal en ambas facetas y tan reconocible en ellas como en sus defectos, también fáciles de detectar. Estamos ante un pésimo (casi nulo) asistente, a pesar de haber soportado infinitas defensas dobles bajo el aro a lo largo de su carrera. Y por otro lado, las carísimas sesiones privadas con Hakeem Olajowon le hicieron casi más mal que bien. Dwight no entendió que en el baloncesto, bailarín rara vez se hace. Se nace.
Su gancho de izquierda mejoró tras aquel octubre de 2010, pero no como para alcanzar una eficiencia suficiente como para combatir una realidad estadística que estaba a punto de golpear como un mazazo en la línea de flotación del baloncesto en Estados Unidos y cambiarlo para siempre. El futuro se escribía en progresión creciente.
NBA 3.0
Daryl Morey fue el primero en poner a prueba la teoría analítica, y poco a poco los demás equipos fueron comprendiendo el secreto y siguiendo su estela. El tiro de tres, casi en estado de latencia desde su nacimiento en 1979, hacía implosionar la liga.
En el trienio de su creación, es decir entre 1979-1982, en la NBA se lanzaron a canasta, en su fase regular, 498.508 tiros, de los cuales 13.126 fueron intentos de triple: un 2,63% del total.
Veinticinco años después, entre 2004 y 2007, el triple crecía y crecía en protagonismo: 119.733 triples lanzados de un total de 588.014 intentos. Un 20,36% del total.
Importancia, esta del triple, que súbitamente brincaba del plano progresivo al sideral. Entre los cursos 2016 y 2019 hablamos de 212.054 triples lanzados de un total de 629.243 intentos. Un 33,69% del total.
Un ascenso imparable y que irá a más en tanto en cuanto la NBA no tome medidas para frenarlo, y que en su escalada han ido dejando una ristra de tullidos a los lados del camino: el tiro de media distancia, el gancho, y todos aquellos tiros tras jugada al poste que se culminan fuera de la zona restringida y que, tal como evidencian los números, ven reducida su efectividad.
El baloncesto que durante décadas ha encumbrado al hombre alto implacable a la sombra del hierro, ahora pertenece a quienes se han adueñado de su perímetro. Y eso incluye a los pívots. Aquellos que, salvo contadas y honrosas excepciones, se han percatado a tiempo que era evolucionar o extinguirse.
‘Los adaptados’
Marc Gasol, Brook López, Nikola Vucevic… ejemplos de jugadores que alcanzan o superan los 2,13 de altura y que, sin embargo, han cambiado radicalmente el formato de juego con el que triunfaron a su llegada a la NBA.
Por no extendernos, utilizaremos al pívot de los Bucks como modelo extensible al resto. Brook López se granjeó durante años su fama y sus contratos a través de un baloncesto ofensivo de exquisita técnica, siempre implementado dentro o en los márgenes de la botella. Prueba de ello es que su primer triple oficial no llegó hasta su séptima temporada en la liga.
Fue en la 2016-2017, su última campaña en los Nets, cuando apostó por dar un vuelco a su juego. 387 intentos de triple en un sólo ejercicio tras haber intentado un total de 31 sumando las ocho temporadas precedentes. Y no paró ahí. La tendencia continuó en su paso por los Lakers para terminar de afianzarse este año en Milwaukee de manera colosal: 512 intentos, 187 conversiones; 36,5%, un punto por encima de la media liguera (35,5% este ejercicio).
Ellos tres, Dewayne Dedmon o Alex Len entre otros, pertenecen al singular grupo de pívots que interiorizaron con éxito el ABC del big man clásico en sus años de instituto, y que sobre la marcha han sabido adecuarse a otro al cuál el epíteto de ‘contemporáneo’ ya le queda incluso desfasado.
El all-around center, un pívot móvil, versátil, que se mueve por todo el rectángulo y que es capaz de herir con el balón casi desde cualquier situación o distancia. Joel Embiid, DeMarcus Cousins, Karl-Anthony Towns, Nikola Jokić… reconvertirse o morir.
El ‘no tan nuevo’ Dwight
Howard lo intentó. De veras lo hizo. Consciente de que las lesiones le habían robado parte de su salto y poder de estampida —instrumentos por los que fue número 1 del draft y con los que logró conducir a Orlando a cinco temporadas consecutivas de playoffs y unas Finales por el título— se declaró siervo del statu quo y plantó sus zapatillas en la curva de tres. Y empezó a vaciar carro tras carro.
“Es algo en lo que trabajamos todos los días durante los entrenamientos. ¿Sabéis qué? Es algo que va a pasar. Estamos a principio de temporada, ahora mismo tengo que estar seguro de que hago un buen trabajo intentado conseguir todos los rebotes ofensivos y defensivos que pueda y, en definitiva, ser competitivo en la defensa. Pero la mejora ofensiva llegará; quiero tirar de tres y creo que ayudaría a expandir el juego por mi parte, y la de todo el equipo”. Esto lo dijo un 15 de noviembre de 2016, justo cuando arrancaba su corta andadura con los Atlanta Hawks. Dos triples tiró ese año.
A la temporada siguiente lanzó siete. Su máximo (plusmarca repetida en cuatro años distintos) en temporada regular. Finalmente lo entendió; que todo superhéroe tiene su kryptonita. Superman no ha sido ni será jamás un tirador de tres. Jamás dará ese salto sencillamente porque no está biomecánicamente diseñado para ello. Antes de correr hay que gatear, y tras quince años como profesional, sólo en su temporada de novato superó el 60% en tiros libres… nunca logró salir de la cuna.
El ‘viejo’ Howard de siempre
Howard, en este contexto, despunta como el contracaso a aquella frase mítica que nos regaló el bleu William Gallas: “Trabajar en tus debilidades hasta convertirlas en fortalezas”. No. Howard ha dispuesto siempre de fortalezas suficientes como para morir de pie con ellas. En los Hornets, hace tan solo 18 meses (curso 2017-18), nos demostró que sin lesiones aún puede ser más que simple un punto de referencia en la pintura. 16,6 puntos, 12,6 rebotes y 1,6 tapones en 30,4 minutos de juego a lo largo de 81 saludables partidos. En lo suyo, en su elemento, una auténtica maquina de producir.
En la NBA revolucionaria actual, la del small ball, el ‘5’ abierto, el forward aposicional y el triple como máximo exponente, Dwight Howard, el mismo que llegó a la NBA en 2004 directamente del instituto para ser número 1 del draft y quedar segundo en el Novato del Año (arrebatado por Emeka Okafor), y el mismo que con sus tremendas capacidades y vacíos en su juego ha logrado ser ocho veces All-NBA, ocho veces All-Star, tres veces Jugador Defensivo del Año, dos veces máximo taponador de la competición e incluido en cinco ocasiones en el Mejor Quinteto Defensivo, ese Howard… ¿lograría repetir el número 1 en el draft actual o en alguno de los venideros, sabiendo lo mucho que han cambiado las demandas y necesidades de las franquicias tanto respecto al juego, como a lo que buscan y esperan hallar en un pívot de impacto?
Eso es lo que me pregunto a forma de terminar este artículo. A esa cuestión respondo yo y también lo hacen mis compañeros en nbamaniacs.
Yo, con el arquetipo triunfal de Rudy Gobert como paradigma de que intimidar, taponar y finalizar a unos niveles de élite todavía bastan para dominar este deporte, afirmo que salvo algún Joel Embiid en potencia o una potencia superlativa como Zion Williamson se interpusiese en su camino, Howard, lagunas en el tiro incluidas, volviera a luchar por el número 1 del draft y en ningún caso bajaría del top-3.
Elio Martínez. En la tradición histórica de la NBA ha habido mucha fijación por el hombre alto poderoso que llega desde el draft. “Hay que construir un equipo campeón a partir de un gran pívot”, se repetía una y otra vez en la década de los 80 y principios de los 90. Qué tiempos. Esta época no tiene nada que ver a aquella, ya lo sabemos todos, pero sigue quedando ese poso, ese mito romántico del hombre alto. Es por eso por lo que creo que un joven Dwight Howard seguiría siendo muy cotizado en el draft de 2020. No sé si para número 1 porque eso dependería del resto de la generación, pero pienso que sería top-6 mínimo seguro. Y no hay que mirar muy lejos para encontrar un caso que sirve de ejemplo. DeAndre Ayton no me parece nada del otro mundo y el año pasado salió número 1 pese a que había otros grandes jugadores para elegir.
Álvaro Arenillas. Si Dwight Howard se presentase al draft en estos momentos seguiría siendo favorito para ser elegido número 1, y como peor escenario estaría en el top-5. Aunque la NBA ha cambiado hacía un mayor ritmo en el que triple es primordial, el poderío físico sigue siendo objeto de deseo de todos los equipos, e incluso un factor diferencial como podemos ver en jugadores como Giannis Antetokounmpo —un privilegiado en estas lides—, o en el número 1 de 2019, Zion Williamson, cuya potencia física no pudo ser soportada ni por sus propias zapatillas. Además, cada vez que presenta al draft el que se supone puede ser un gran pívot es casi imposible verlo caer de los primeros puestos en el mes de junio. Y ya no hablamos de estrellas asentadas como Joel Embiid o Karl-Anthony Towns, sino de otros como Jahlil Okafor (nº3 en 2015) o más recientemente DeAndre Ayton (nº1 en 2018), sin querer comparar a ambos. ¿Conclusión? Si el Howard de 2004 se declarase elegible en el presente, todas las franquicias verían en él una gran oportunidad para dar un enorme paso en sus aspiraciones.
Aitor Darias. Aunque es evidente que sus condiciones distan de ser las que más se buscan en un pívot moderno, cuesta imaginar a un jugador con el dominio que exhibía Howard caer fuera del top-10. No tendría la consideración de ‘futura superestrella’, pero seguramente se le concibiese como un posible especialista en determinadas materias como el rebote o la intimidación. Además, dado que en el draft muchas veces se prioriza el físico sobre el talento (se puede aprender a tirar, pero no se puede crecer 20 centímetros), es más que probable que algún equipo entre los puestos 5 y 10 estuviese dispuesto a confiar en su desarrollo.
Juan Luis Ocampos. En una competición cada vez más carente de juego al poste, y donde los hombres grandes tienden a roles como bloqueadores y finalizadores, el armario empotrado que era Dwight Howard en 2004 sería visto en un actual draft como una herramienta más en la plantilla y no como el ansiado jugador franquicia que pueda modificar el rumbo de esta. Sin tiro, el físico del pívot ocupa un plano mucho más secundario a la hora de gastar picks.
Mariano Galindo. Hoy día, Dwight Howard podría ser un top-10 del draft si hablamos de ese jugador, o parecido, que llegó a la NBA como número 1 en 2004. Eran otros tiempos, se podía saltar directamente todavía desde el instituto y el luego apodado Superman llegó a la liga desde la Southwest Atlanta Christian Academy para ser dominante. Y por momentos lo fue. Pero de aquello han pasado tres lustros ya. Y la NBA ha cambiado mucho, muchísimo. Me cuesta creer que en el contexto en el que se mueve hoy la competición Howard tuviera un sitio en el top-3 del draft, incluso top-5. DeAndre Ayton lo tuvo pero la propia experiencia del pívot de los Suns nos puede ayudar a entender que hoy, un Howard sin tiro decente a media distancia, por mucho que esta práctica esté de capa caída, y no digamos ya sin capacidad para lanzar triples, pudiera llamar la atención de alguna franquicia que eligiera en los cinco primeros puestos. Aunque la calidad, la intimidación y el dominio de tableros es algo que no caduca y que no pasaría desapercibido para otros equipos. Le sitúo en un top-10, que tal y como ha ido su carrera, tampoco es una posición tan alejada.
Miguel Gaitán. La liga, el juego y absolutamente todo ha cambiado en la NBA desde 2004, cuando el nuevo icono del absentismo universitario se presentó como gran mesías interior. Su rendimiento en la NBA se ha ido diluyendo, pero sin duda creo que el Dwight Howard colegial volvería a ser número 1 del draft en nuestros días. Lo sería, sencillamente, por diferenciación física y atlética con el resto de su generación. Muchas cláusulas, insisto, se han modificado en las canchas, pero cuando una potencia de la naturaleza surge, pocas franquicias pueden resistirse. Ocurrió en el draft del 2018, a mucho menor escala. DeAndre Ayton (todavía mucho que demostrar) hizo cima sin pasar por el campo base. Mo Bamba, demasiados interrogantes la pasada temporada, también salió muy arriba. Simplemente, las franquicias se orinan encima (de gusto) cuando un prototipo susceptible de dominar los aros se presenta en la liga. Y Dwight fue el gran abanderado de tal movimiento. Volvería a ser número 1, sin duda. Que lo mereciera ya sería otro cantar.
Tendríamos que tener en cuenta que Howard de ser seleccionado ahora en el draft debería pasar un año en la universidad, ya que él fue seleccionado directamente desde High School. Yo creo que seguiría siendo número uno del draft, ya que llegaría más maduro y aunque haya cambiado el juego no creo que rechazasen a una bestia como era aquel Howard.